La crisis de los partidos ausentes

[author] [author_image timthumb=’on’][/author_image] [author_info]Por: Matías Bianchi. Director de Asuntos del Sur[/author_info] [/author]

Desde Catalunya hasta Chile, pasando por Inglaterra, Ecuador y Bolivia, amplios sectores sociales se han revelado, casi simultáneamente, dispuestos a tomar las calles. ¿Qué tienen en común situaciones tan disímiles tanto en su historia, la composición de sus fuerzas políticas, marcos institucionales y demandas sociales? La incapacidad del establishment político de actuar como articulador de debates sociales y de coordinar soluciones legítimas a demandas públicas.

En las democracias modernas, los dispositivos diseñados para llevar a cabo ese rol son los partidos políticos. A pesar de su mala fama, quizás nunca haya sido positiva, los partidos políticos están para ejercer de intermediación, entre ciudadanía y el poder político.

Además de seleccionar candidaturas y buscar ganar elecciones, también algunos cumplen el rol de interpelar intereses de diferentes sectores de la sociedad; de generar intersubjetividades sobre el mundo y sobre agendas sociales; de ejercer una pedagogía ciudadana digiriendo problemas complejos para hacerlos accesible al consumo de mayorías; y, no menor, el de organizar territorialmente a sectores sociales con ideas afines.

La realidad es que, crecientemente, una gran mayoría de los principales partidos políticos dominantes se han transformado meros canales electorales, dejando de lado otras funciones tan necesarias para el funcionamiento de la democracia. Claro, los incentivos apuntan en esa dirección – y no son nuevos- : la centralidad de los medios de comunicación para establecer agenda pública; el escandaloso encarecimiento de las campañas políticas que hacen a los dirigentes tomar dinero de sectores a los que luego les tienen que devolver favores; la creciente influencia de los poderes de facto que disminuye la autonomía relativa de los partidos; o la emergencia de agendas para las que los partidos simplemente no están preparados.

Es decir, los partidos políticos dominantes cada vez se alejan más de la ciudadanía, y se acercan, por debilidad o por decisión deliberada, a los poderes fácticos. Por ende, no es casual que los mismos se encuentren sistemáticamente en el fondo de la tabla de legitimidad entre instituciones públicas y que la ciudadanía sostenga que los políticos responden a sus propios intereses.

En el contexto actual de incertidumbre política global, de estancamiento de la economía global (y el consecuente caída de los precios de los commodities, clave para los países de América Latina), estas falencias se tornan mucho más notorias. Existen menos capacidades de contener y contrarrestar a discursos oportunistas como el Brexit o la independencia definitiva de Catalunya. Mayorías indígenas en Ecuador o sectores populares de Chile carecen de canales electorales legítimos que representen a sus intereses.

Aún el MAS boliviano, originalmente constituído por una plétora de organizaciones, cooperativas y partidos de base, fue con los años paulatinamente perdiendo capilaridad territorial y afianzando su fuerza en el control de los recursos del Estado.

No debería sorprendernos, por ende, que importantes sectores sociales no encuentran cómo canalizar institucionalmente su descontento frente a medidas impopulares como la humillación judicial de los líderes en cataluña, o la negación a incorporar la agenda de la emergencia climática en Inglaterra, o cómo resistirse a las draconianas medidas neoliberales en Chile y Ecuador, o la desprolijidad del conteo de votos en Bolivia. Es decir, los partidos políticos se han mostrado ausentes en su función “bisagra” que les proponía Duverger.

Esta desconexión, me permito hipotetizar, nos ayuda a explicar porqué los ciudadanos eligen las calles para salir a manifestarse. Del otro lado de moneda, los líderes políticos, frente a la falta de vasos conectores con estos sectores sociales, parecieran desconectados de las demandas territoriales, ignorando completamente importantes demandas sociales.

Es más, cuando la sociedad sale a la calle, han respondido con desconcierto de la peor manera: estados de excepción, represión, y algunos con una violencia y crueldad inusitada. Ya nos decía Max Weber, cuando se carece de la capacidad de crear consensos, solo queda la coacción.

Es curioso notar cómo Argentina no ha tenido una experiencia similar, por ahora, a pesar de tener una situación económica muy difícil y un deterioro social dramático. Por un lado, el gobierno no ha descuidado a los más pobres, multiplicando planes sociales que buscan contenerlos. Y por el otro, a que la oposición peronista se reorganizó, proponiendo una alternativa electoral contundente, interpelando y logrando incorporar a organizaciones de base, sindicatos, cámaras empresariales, piqueteros, y estudiantes descontentos con las medidas del gobierno actual.

Quizás los partidos políticos, y el modelo democrático representativo, diseñados para un mundo pasado, sean anacrónicos y tengamos que ponernos a pensar y construir nuevos mecanismos de articulación entre estado y sociedad. Sin embargo, como sabemos, en política es más fácil destruir que construir nuevas alternativas. Por ahora, me conformo con que trabajemos en (re) construir a los modelos actuales de partidos políticos para que puedan ser instrumentos de diálogo social, generación de consensos y representación de todos los sectores de la sociedad. No debería ser difícil crear incentivos inversos a los actuales a partir de cambios drásticos en el financiamiento de la política, mejor regulación de medios de comunicación y redes sociales, y la apertura a la ciudadanía para participar y decidir sobre políticas públicas.

Seguramente éste no es el único desafío de las democracias actuales, pero, por algún lado hay que empezar. Y no hacer nada, la historia del siglo XX nos ha enseñado, puede tener un costo demasiado alto.