Cuando esto se acabe, ¿quedará humanidad?
Por Esteban Tavera
La mañana de este miércoles 25 de marzo un aplauso quebró la monotonía que ha traído consigo la cuarentena. Desde que empezaron las medidas de aislamiento que pretenden frenar la expansión del Covid-19, la calle en donde vivo ha perdido su vida, y más en ese fin de semana largo –larguísimo–. Esos cuatro días descanso –¿de espera?–, en esta calle gobernó un silencio que solo se rompió a las nueve de la noche durante el rato en que los vecinos sostuvieron sus aplausos de agradecimiento al personal médico que se enfrenta a esta pandemia.
Pero esa mañana, el gesto fue mucho antes. Desde que empezaron a circular en redes sociales los videos, fotografías e historias provenientes de varios países de Europa en los que se ve a miles de personas aplaudiendo a quienes permanecen en hospitales, sanatorios y clínicas, pero también a quienes no dejan de cocinar, sembrar, vigilar, socorrer y limpiar; desde que eso ocurre, en algunos países de América Latina se quiso copiar la idea y ya hoy se ha vuelto casi un pacto tácito: a las nueve de la noche salimos a aplaudir.
Sin embargo, la mañana de ese miércoles era muy claro que mi vecina había obrado por fuera del pacto. Agradecí mentalmente que por fin algo nos sacaría de la monotonía y luego salí a ver qué era aquello que había roto la regla de las nueve. Como fui uno de los primeros en salir, alcancé a darme cuenta de quién era la motivadora del aplauso, que rápidamente ya se había expandido por varios balcones aledaños; una vecina que vive casi a la misma altura en que vivo yo, en uno de los edificios de enfrente. Recordé que una de las noches calladas del fin de semana había sido ella quien salió a su balcón a pedirle airadamente a un transeúnte que se fuera para su casa. “Andá a tu casa, la puta que te parió”, le dijo.
La razón de su alteración del nuevo orden era que la Policía de la Ciudad de Buenos Aires había parqueado una patrulla justo debajo de su edificio para vigilar a quienes pasaran por allí caminando o en auto. Mientras los policías se equipaban con guantes, tapabocas y alcohol en gel, mi vecina, que ya estaba acompañada por varias otras personas, les expresaba agradecimiento y aprobación. Uno de ellos levantó su mano y movió la muñeca como saludando. La escena se ha repetido durante todos estos días.
¿Se habrá repetido también en otras calles, en otros barrios y en otras ciudades? Pensé que sí. Lo que leo en redes sociales y medios de comunicación me hace suponerlo. Cada vez es mayor la sensación de que necesitamos tener a la policía en la calle y de que su tarea allí es la de ser contundentes con quienes aún no se hacen a la idea –por que no quieren, porque no pueden o porque no la entienden– de que deben estar encerrados en sus casas. “Lo que no entra con la razón, va a entrar con la fuerza”, dijo Alberto Fernández, presidente de la Argentina, ese mismo miércoles del aplauso mañanero, tal vez empujado por la ola de reclamos de mano dura. En otros países de la Región, el asunto a sido aún más alarmante. Han empezado a promulgarse decretos que permiten a las policías o los ejércitos usar todos los medios a sus alcances para salvaguardar el aislamiento forzado, lo que se suma a la pandemia de policías de balcón. Los casos más tristes de esto son los de Perú y Colombia, pero ningún país sale en limpio.
Somos conscientes de que el encierro no será el remedio, pero creemos que al menos puede ayudar a que el virus no acabe con nosotros. Así de poderoso es el enemigo que enfrentamos. Será por eso que, para mucha gente, hasta la crueldad vale para frenarlo. En últimas, lo que está en juego de un lado y del otro, lo que se ve amenazado tanto por la pandemia como por la respuestas punitivas, es nuestro propio cuerpo. Estamos entre la represión y el disciplinamiento.
“En nuestras sociedades –dice Michel Foucault¹–, hay que situar los sistemas punitivos en cierta ‘economía política’ del cuerpo: incluso si no apelan a castigos violentos o sangrientos, incluso cuando utilizan los métodos ‘suaves’ que encierran o corrigen, siempre es del cuerpo del que se trata —del cuerpo y de sus fuerzas, de su utilidad y de su docilidad, de su distribución y de su sumisión”.
Pero, cuidado, el enemigo es el Covid, no quienes aún no quieren o pueden encerrarse. Esto parece que no lo han entendido muchas personas, entre quienes, claro está, están los y las policías, que, como todos los demás, también se ven presos del estrés que ha generado esta pandemia. En momentos de pánico, como lo enseña Eugenio Raúl Zaffaroni, se levanta un muro que separa entre un ellos y un nosotros, que marca el límite entre los buenos y los enemigos.
“El pánico moral –dice Zaffaroni²– es el resultado del bombardeo continuo de noticia rojas, de la reproducción criminal provocada por esas mismas noticias, de la permanente instigación a la venganza, de la creación de una realidad en la que los únicos males provienen de ellos”.
Y ya empezamos a ver los efectos de los bombardeos mediáticos que se enfrentan a la pandemia del Covid. Han comenzado a circular videos que muestran graves casos de violencia policial en diferentes ciudades latinoamericanas, y la enorme mayoría comparte un factor común, las víctimas son los mismos de siempre: los pobres, los excluidos.
Esta pandemia no puede enfrentarse a costa de la humanidad. No puede ser que mientras médicos, médicas, enfermeros y enfermeras libran una batalla diaria en contra de un virus que tritura pulmones, en las calles estemos pidiendo a gritos una mano dura que triture cuerpos enteros. Si no, ¿para qué nos salvamos? No puede sucedernos lo de la historia del explorador que pregunta: “¿Hay caníbales aquí?”, y escucha como respuesta: “No, aquí no hay caníbales. Ayer nos hemos comido al último”.
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¹ Michel Foucault. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. 2008, p. 32. México, Fondo de Cultura Económica.
² Raúl Zaffaroni. La palabra de los muertos. Conferencias de criminología cautelar. 2017, p. 278. Buenos Aires, Ediar.