Nueve de cada diez personas de países en desarrollo no recibirán la vacuna de la COVID-19 en 2021. Esta constatación, tan simple cuanto trágica, es la voz de alarma que desde organizaciones, plataformas multisectoriales, algunos gobiernos y organismos internacionales vienen advirtiendo y sustentando el pedido de liberar temporalmente los derechos de propiedad intelectual de las vacunas para inmunizar a la población mundial del virus de la COVID-19.
Lamentablemente, los planteos (a favor y en contra) sobre la circulación del libre de conocimiento y tecnología para salvar vidas no es nuevo. Así como se encuentran casos como el del descubridor de la vacuna de la polio (John Stalk), que se negó a patentar su descubrimiento, favoreciendo la extensión y la aceleración de su aplicación, otras patentes médicas han tenido un proceso más complejo. Este fue el caso de los medicamentos retrovirales para tratar el VIH, cuyas patentes se liberaron temporalmente a fines de los ’90, y pudieron ser producidas y adquiridas a precios asequibles para los países más pobres y aquellos en vías de desarrollo (aunque considerablemente más tarde que en los países más ricos, causando un gran daño en la población de los primeros)
En diciembre del 2020 comenzó el proceso de vacunación contra la COVID-19 en un puñado de países -la mayoría de ellos, del norte industrializado-. Y, a medida que pasaba el tiempo, y pese a los esfuerzos multilaterales encabezados por la Organización Mundial de Salud -junto a organizaciones y gobiernos aliados-, se mantuvo el patrón predominante del “sálvese quien pueda” y “yo primero” que caracterizan al actual apartheid de las vacunas.
De acuerdo con información de la Organización Mundial de la Salud, al 19 de abril el mundo contaba con más de 140 millones de casos de contagios de COVID-19 y 3 millones de muertes. De estas últimas, algo más del 48% ocurrieron en el continente americano, con Estados Unidos (561.611 muertes), Brasil (371.678) y México (212.228) a la cabeza. A su vez, se aplicaron 792.796.083 dosis de vacunas para contrarrestar el virus, en una población mundial de 7.684.000.000. Sin embargo, si la desproporción entre las dosis aplicadas y la población mundial no fuese suficiente, el panorama empeora cuando se analiza cómo se han distribuido dichas dosis. Según manifestara el Director General de la OMS recientemente: el 87% de las dosis fueron aplicadas en países ricos, mientras el 0,2% de la población de los países de menores recursos recibieron alguna dosis. América Latina, que se estipula necesitaría unas 500 millones de dosis para inmunizar a su población, recibirá para fines de abril -mediante Covax- algo menos de 380.000 dosis. Solo un puñado de países tienen un nivel mayor al 12% de su población con al menos 1 dosis: Chile (66,58 dosis por cada 100 habitantes), Uruguay (36,48), Brasil (15,24), Argentina (13,48) y Panamá (12,7). Por su parte, países como Nicaragua, Guatemala y Honduras no llegan siquiera a 1 dosis por cada 100 habitantes.
El mundo no sólo necesita una mayor producción de dosis, sino también que estas lleguen a todos los rincones del planeta, al mismo tiempo y en condiciones tales de volver efectiva la inmunización de la población mundial. Sin embargo, según las previsiones de las farmacéuticas que tienen aprobadas sus vacunas, y ante la desigual (adquisición y) distribución de vacunas, viene empujando con fuerza la idea de actuar e intervenir sobre la producción de vacunas a través de la suspensión temporal de los derechos de propiedad intelectual -como solicitado por India y Sudáfrica, junto a un grupo de países, en el seno de la OMC- o a través de la implementación de plataformas colaborativas para el intercambio de información y tecnología, como Acceso Mancomunado a la Tecnología contra la covid-19 (C-TAP), liderado por la OMS.
El C-TAP fue lanzado por la OMS junto al gobierno de Costa Rica y co-patrocinado por otros 40 Estados reunidos en el Llamamiento a la acción solidaria, 13 de los cuales, pertenecientes a América Latina y el Caribe: Argentina, Brasil, Chile, Ecuador, El Salvador, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, San Vicente y las Granadinas y Uruguay. Este mecanismo insta a gobiernos, organizaciones financiadoras, empresas y a la comunidad científica a compartir (voluntariamente) el conocimiento, la propiedad intelectual y los datos relacionados con la tecnología de la salud COVID-19. La implementación del C-TAP se realiza a través del Fondo de Patentes de Medicamentos, el Compromiso Open COVID, la Asociación de Acceso a la Tecnología alojada por el Banco de Tecnología de las Naciones Unidas y Unitaid.
Sin embargo, y pese a que potencialmente podría ser una herramienta considerablemente útil -en el ámbito sanitario y económico, pero también para revitalizar una nuestra estructura colaborativa de la gobernanza internacional- al día de hoy ni una sola farmacéutica -que tenga aprobada alguna de las vacunas para combatir esta pandemia- ha adherido a este mecanismo. Ante la ausencia de las grandes farmacéuticas, así como la falta de apoyo de los países de donde estas provienen, poco hay que compartir, y mucho menos material para colaborar.
Diversas organizaciones de la sociedad civil han mostrado su preocupación ante la OMS, por la falta de apoyos efectivos y de resultados tangibles de la C-TAP, a la vez que se insta a la organización multilateral de la salud a tomar un rol más proactivo y transparente.
En lo que respecta al proceso iniciado en la OMC por India y Sudáfrica -en el que se solicita la exención de determinadas disposiciones del Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio para la prevención, contención y tratamiento de la COVID-19-, esta media ha encontrado un fuerte apoyo de más de 80 países de ingresos medios y bajos, en modo de aumentar el ritmo de producción y el costo de acceso a las vacunas. Sin embargo, un reducido grupo de países -ricos-, que son los que obviamente están liderando el ritmo de vacunación a nivel mundial, se oponen. Así, países como Estados Unidos, Reino Unido, Suiza y la mismísima Unión Europea se oponen a la medida, así como también la Federación Internacional de Asociaciones y Fabricantes de Productos Farmacéuticos, aduciendo que sería una mala señal parea nuevas inversiones (que son extremadamente altas) para la investigación y desarrollo de nuevas vacunas y medicamentos.
Las empresas del sector sostienen que los problemas de suministro de vacunas se podrían solucionar mediante la realización de acuerdos bilaterales con productores de medicamentos genéricos para hacer frente a las dificultades de producción, como ya han hecho AstraZeneca, Novartis y Johnson&Johnson con distintos institutos. En el caso latinoamericano, se trata del acuerdo de la primera de estas farmacéuticas realizado con Argentina y México para la fabricación conjuntan de las vacunas que utilizan su tecnología. Sin embargo, como señala el Director General de la OMS, estos mecanismos se están mostrando insuficientes.
No resulta complejo desentrañar los intereses por detrás del posicionamiento de los países más ricos. Por citar un ejemplo, de las 10 farmacéuticas más valoradas en el mundo 2019, 5 son estadounidenses (Pfizer, Abbot, Merck, Celgene y Abbvie), 2 son suizas (Roche y Novartis), 1 alemana (Bayer), 1 francesa (Sanofi) y 1 inglesa (Gsk). A su vez, en un reciente estudio publicado en The Lancet, queda en evidencia que el sector público (representado en los gobiernos nacionales) y el de la filantropía (con la Fundación Bill y Melinda Gates a la cabeza), aportaron -como mínimo- más de 10 mil millones de dólares para el la investigación y desarrollo de vacunas contra la COVID-19. Más del 83% de este financiamiento se concentró en solo 5 vacunas, que tienen como denominador común la presencia del gobierno de EEUU como financiador en todas ellas. A esto se suma el estudio que confirma, para el caso de la vacuna de AstraZeneca, que la industria farmacéutica aportó solo el 3% de los 120 millones de euros invertidos para su desarrollo -provenientes, principalmente, del Reino Unido y la Comisión Europea.
Fuente: Wouter et al. (2021)
Recientemente, un grupo de ex mandatarios y premios Nobel instaron al actual presidente de los Estados Unidos a que apoye la suspensión de los derechos de propiedad intelectual para la producción de vacunas contra la COVID-19. A esto se suma los resultados de una encuesta, en este mismo país, en el que el 60% de las personas consultadas (de distintas orientaciones ideológicas) expresa su acuerdo con la suspensión temporal de la protección de las patentes de las vacunas contra la COVID-19, lo cual facilitaría el proceso de vacunación mundial.
En este mismo sentido se ha expresado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, quien -junto a la Relatoría Especial sobre los Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales y a la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión- hicieron un llamamiento a los gobiernos que forman parte del sistema interamericano a que se promueva la distribución justa y equitativa de las vacunas, así como también garantizar que estas sean accesibles y asequibles para los países de medios y bajos ingresos. En especial, en los puntos 27 y 28 de la Resolución, se hace especial mención a la necesidad de avanzar en las dos direcciones mencionadas para promover una inmunización global, tanto en lo que hace a la suspensión temporaria de los derechos de propiedad intelectual como a la necesidad de fomentar el intercambio de tecnologías y conocimientos entre los Estados.
Siguiendo los pedidos de expertos y científicos de todo el planeta, reunidos en la mencionada publicación de The Lancet, una estrategia de inmunización global contra la COVID-19 que sea efectiva debe impactar en cuatro dimensiones: desarrollo y producción, asequibilidad, asignación y despliegue. Es por ello que, para el logro de dicha estrategia, es imperioso que se aumente la producción a escala de las vacunas, que las vacunas estén disponibles cuando se necesiten (para lo cual, los mecanismos cooperativos y multilaterales aparecen como herramientas fundamentales), que sus precios sean asequibles (y, cuando no lo son, deberán tomarse medidas para que lo sean) y garantizar la infraestructura y los medios necesarios para que estas lleguen a todas las comunidades.
Uno de los principales argumentos contra la liberalización de los derechos de propiedad intelectual sobre las vacunas radica en el hecho de considerar las mismas (y, en definitiva, a la salud) como un bien de consumo. Sin embargo, la vacuna de la COVID-19 debe ser considerada un bien público global, como sostuvo el Secretario General de las Naciones Unidas. Siguiendo esta premisa, y bajo el lema “la vacuna de los pueblos” es que personalidades de todo el mundo instando a una producción masiva y disponible para todo el mundo, de todos los países, que sea gratuita.
Ahora bien, en un mundo en el que reina el “salvase quien pueda” (donde primero, obviamente, se salvan los más ricos): ¿por qué habríamos de esperar que las grandes farmacéuticas actuarán en forma colaborativa y solidaria? Si los gobiernos de todo el planeta van desesperados a ofrecer lo que tienen (y lo que no) para reservarse un puñado de vacunas, estas no tienen ningún incentivo para cooperar, abrir patentes y manejarse por principios que no sean el lucro. Porque recordemos que, ante todo, son empresas. No son depositarias del interés general ni representan a nadie más que a sus inversores. También se abre un interrogante sobre el rol, y qué es esperable, de las fundaciones filantrópicas, como la Fundación Bill y Melinda Gates, que han financiado miles de millones de dólares para el desarrollo de vacunas.
Más allá de todo lo antes mencionado, la responsabilidad de lo que se haga o deje de hacer, así como la factibilidad de cambiar el curso de la actual pandemia sigue recayendo en los Estados y en las capacidades de estos de dotar de sentido (y contenido) los mecanismos colaborativos globales (como Covax y C-TAP). Pero, fundamentalmente, apostando por consensos globales sobre la importancia de salvaguardar la vida de los y las habitantes del planeta ante el mantenimiento de las reglas del mercado.
Autor: Ignacio Lara
Presidente del Consejo Directivo de Asuntos del Sur – Argentina
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