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Texto extraído de Democracia Abierta
Se han prendido todas las alarmas en las democracias de la región. El triunfo de Bolsonaro en Brasil es la consolidación de una tendencia de posiciones políticas en ascenso que se sirven de la antipatía social por la política para instaurar alternativas autoritarias y muchas veces abiertamente anti-democráticas. Esta tendencia se consolida en los países del Atlántico Norte y va creciendo poco a poco en nuestros países, pero decididamente en gobiernos tanto de derecha como en Colombia con Duque, como de izquierda en Nicaragua con Ortega y en Venezuela con Maduro. Esta ya no es sólo apatía, no es cansancio con los dogmas ideológicos ni la crisis de los partidos políticos. Es, en cambio, el posicionamiento del miedo y el odio como medio para la concentración del poder y la instrumentalización del electorado, y el uso de la fuerza para la eliminación de alternativas políticas. Ante este nuevo escenario, las fuerzas democráticas tienen que reorientar su campo de acción, estrategias y herramientas.
Cuando hace tres años Larry Diamond nos alertaba sobre la recesión democrática que los países occidentales estaban experimentando, nosotros dijimos que estaba equivocado. Observábamos los mismos síntomas pero no compartíamos el diagnóstico. Frente a la creciente inestabilidad política, los bajísimos niveles de legitimidad de las instituciones representativas y las masivas protestas sociales, lo que veíamos era la emergencia de una constelación de movimientos democratizantes que chocaban con la política tradicional. Especialmente en los países gobernados por la “marea rosa” progresista, vimos que el malestar se focalizaba en el agotamiento de la política tradicional, particularmente en las crecientes contradicciones que estos gobiernos experimentaban al profundizar el extractivismo, por permitir niveles de corrupción escandalosos y ser crecientemente intolerantes frente a la disidencia. En encuestas y en grupos focales que realizamos a activistas en ese momento, éstos, de hecho, afirmaban avances de la democracia, mayores derechos a grupos en situación de vulnerabilidad, una creciente participación de las mujeres en política y una mayor inclusión social. Sus demandas se concentraban en la “forma” de ejercer el poder por parte de la política tradicional. Criticamos, entonces, que las principales corrientes intelectuales no daban cuenta de un fenómeno político emergente al que nosotros denominamos como “innovación política”.
Estos movimientos, emergentes en los últimos 10 años, y estrechamente vinculados al uso de tecnologías digitales, eran actores que proponían prácticas, principios y maneras de organización opuestos a la política representativa basada en partidos políticos. Los pingüinos chilenos, los #yosoy132 mexicanos, las #niunamenos argentinas, el #vemprarua brasileño son esencialmente democráticos, y (pese a sus respectivas particularidades) se caracterizaron por incluir a actores no tradicionales, defender prácticas abiertas, estructurarse horizontalmente y poseer esquemas de comunicación y acción distribuidas. Es más, vimos con mucho entusiasmo en esos años,cómo algunos de esos movimientos crecían y se volvieron alternativas electorales, como es el caso de Revolución Democrática, Wikipolítica, o Muitas. Entendimos que esa era la dirección correcta y que con la multiplicación de estas experiencias lograríamos transformar cualitativamente las democracias de la región.
Nuevo paradigma: Black Mirror
Lo cierto es que el escenario hoy es otro. El año 2016 marca un cambio de época en el cual se cristaliza triunfante la antipolítica y con ella se inmiscuye tímidamente el autoritarismo antidemocrático. Es el año donde se elige a Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, es al año del Brexit, y más por nuestros pagos, es la derrota del plebiscito por la paz en Colombia, el golpe blando a Dilma Rousseff, y en el que Maduro decide disolver al Congreso electo y con ello abandonar el último vestigio de democracia que le quedaba a su régimen.
Dos años después, con la virtual elección de Bolsonaro como presidente del país más grande de la región, se consolida un paradigma político en el cual la política ha perdido prácticamente su capacidad de intermediación frente a los poderes de facto, en el que el autoritarismo anti-democrático ha perdido su timidez y en el que decidir participar en política se ha tornado un riesgo de vida. La tecnología digital, que creíamos la principal aliada de la innovación política -por su potencial para democratizar el debate, distribuir liderazgos, abrir gobiernos y transparentar procesos-, hoy se parece a uno de los episodios más cruentos de la serie Black Mirror, transformándose en uno de los principales instrumentos de control, opresión y manipulación por parte de los poderosos hacia las mayorías.
Este nuevo escenario se manifiesta principalmente a través de tres mecanismos perversos: el uso de la violencia directa como táctica disuasiva al activismo, el fortalecimiento de un Estado vigilante y el control narrativo para la exclusión y el odio.
Violencia política
La violencia es la voz con la que el autoritarismo apaga el debate democrático. Los ataques a defensores de derechos humanos, líderes sociales y la prensa libre, están en sus picos históricos. En 2017, al menos 312 defensores de derechos humanos fueron asesinados en la región. La gran mayoría de los casos se concentró en 3 países: Colombia, México y Brasil. La prensa independiente, por otro lado, es constantemente asediada, por lo que, de acuerdo a Freedom House, esta se encuentra en su peor estado en los últimos 13 años. En el año pasado, 11 reporteros fueron asesinados en México, y a octubre de 2018, esa cifra ya se superó. Durante 2016,Artículo 19 registró 426 agresiones contra la prensa, 7% más que un año antes. Destaca el aumento de agresiones contra mujeres periodistas, que de 2015 a 2016 incrementó 15%, con 96 casos (14 de ellos explícitamente por ser mujeres).
Como en las peores épocas, la protesta social vuelve a ser un crimen. Los gobiernos regulan el espacio público, declaran Estados de sitio para justificar la represión y persecución y anulan todo derecho a reunirse y expresar opiniones. En Venezuela, el Gobierno ha creado una Ley contra el Odio, la cual posibilita la censura y persecución a medios de comunicación, periodistas y activistas debido a sus contenidos y publicaciones en internet. En México, se aprobó la Ley de Seguridad que permite el uso de fuerzas de seguridad para el rol de seguridad pública, lo cual elevó los niveles de alerta contra potenciales abusos, teniendo además en cuenta los últimos antecedentes con respecto a la desaparición de los estudiantes rurales de Ayotzinapa (Frontline Defenders, 2018). En Nicaragua se decretó la necesidad de tener un permiso para poder usar el espacio público, lo cual permitió que alrededor de 30 personas sean arrestadas durante una marcha a principios de octubre.
Estado vigilante
Los Estados de la región son cada vez más funcionales a los intereses de los poderes fácticos (empresas transnacionales, tráfico ilegal, medios de comunicación concentrados), concentrándose menos en garantizar derechos, brindar políticas sociales, y más en vigilar y controlar. Argentina, por ejemplo, viene siendo sacudida por una profunda crisis económica y este año eliminó diversos ministerios (como salud, trabajo y ciencia y técnica), en su propuesta de profundizar el recorte al gasto público (que se prevé será mayor en el 2019). Sin embargo, pese al ajuste en sectores sociales claves, el gobierno nacional ha aumentado competencias a las Fuerzas Armadas y su presupuesto, para permitir su intervención en la seguridad interior.
Similarmente, vemos como preocupante la tendencia a utilizar al Poder Judicial como disciplinador de voces políticas. Esta judicialización de la política, denominado Lawfare en inglés, opera en una sospechosa sintonía con los medios concentrados de comunicación y con las redes sociales para crear humor social contra ciertas tendencias políticas. Un caso emblemático es la encarcelación del líder político más popular de Brasil, Lula Da Silva, meses antes de las elecciones presidenciales.
Si bien la inclinación de los gobiernos por acceder a la información de sus ciudadanos no es nueva, las posibilidades de hacerlo a escala masiva sí lo son. La tecnología de vigilancia es cada vez más barata y accesible, así como los medios por los cuales la propia ciudadanía se expone por falta de conciencia o conocimiento (Freedom House, 2017). El hackeo a la empresa italiana HackingTeam develó la compra de su software de vigilancia (Galileo, Davinci y Remote Control System) por varios gobiernos de América Latina, incluyendo Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Honduras, Panamá y México, además de otros con los que tuvieron negociaciones. Otro software de vigilancia a dispositivos móviles, Pegasus – que fue desarrollado por la firma NSO group-, fue detectado en México y Brasil recientemente. Este software además permitió la suplantación y control de cuentas de medios de comunicación.
La vigilancia no se debe solo a avances tecnológicos, sino también a legislaciones más permisivas. Por ejemplo, en México se aprobó una ley que permite expandir las facultades legales de llevar a cabo medidas de vigilancia, instituyéndose por ejemplo, la obligación para las operadoras de servicios de telecomunicaciones de guardar metadatos de los usuarios por 24 meses o la facultad de geolocalizar personas en tiempo real.
Narrativa de la exclusión y el odio
Rodeados de apatía política por parte de la ciudadanía, de regresión de conquistas sociales, de crecimiento del desempleo y de una masiva migración de personas venezolanas, quienes por la situación que atraviesan se han convertido en chivo expiatorio de los Gobiernos de ultra-derecha, la región se ha vuelto un caldo de cultivo para expresiones políticas que quieran explotar esas frustraciones. Lo hacen con mensajes de odio, exclusión y la recuperación a valores que se consideran superiores como la patria, la religión y la familia. Aquí la tecnología juega un rol importante, esencialmente con el uso de la industria de datos.
De acuerdo a Tactical Tech, se han detectado alrededor de 40 métodos por los cuales organizaciones políticas y gobiernos pueden llegar a usar las tecnologías digitales para generar distorsiones en la opinión pública. Estos métodos incluyen la micro segmentación de perfiles a través de datos de Facebook y otros servicios de redes sociales, las noticias falsas, las granjas de trolls y bots, el uso masivo de grupos de Whatsapp, entre varios otros. El problema de estos no sólo es una discusión ética, en tanto suponen la vulneración del derecho a la privacidad y la manipulación, sino su uso instrumental para promover el odio y la violencia hacia el otro.Existe suficiente evidencia que demuestra el uso de estos mecanismos por organizaciones de extrema derecha, xenófobas y anti-derechos en las elecciones de Estados Unidos, el Brexit, el plebiscito por la paz en Colombia y las últimas elecciones en Brasil. El candidato Jair Bolsonaro, por ejemplo, realizó la mayoría de su campaña a través de grupos de Whatsapp en los que plantó una gran cantidad de información falsa con respecto a sus contrincantes. En esa línea, las organizaciones políticas están canalizando la violencia verbal dirigida hacia ciertos grupos sociales para desprestigiarlos y promover el odio contra estos.
El método más nocivo de control de la narrativa es la censura directa. Los Gobiernos han logrado la tecnología para interferir y bloquear contenidos y evitar tanto el acceso a información como la comunicación entre ciudadanos. Se ha evidenciado censura a medios de comunicación en Venezuela y Nicaragua, pero también en países con democracias que no están en crisis, como Chile y Brasil, al restringir el uso de servicios para activistas, mensajería instantánea. No obstante, esta es sólo una forma de censura, en tanto los grandes monopolios mediáticos siguen ahí y, como fue denunciado por varias organizaciones latinoamericanas, usan el término de “noticias falsas” para impulsar acciones en contra de los medios independientes y así acallarlos.
Hacia estrategias de resiliencia
Nuevos tiempos, nuevos remedios. Con la virtual elección de Bolsonaro, y la consolidación del nuevo paradigma, la acción política necesita de nuevas estrategias y perspectivas que se enfoquen en la resiliencia democrática. Las estrategias de apertura de datos, de mecanismos de co-creación y participación y la lucha por la transparencia, se presentan como iniciativas insuficientes que quedan a mitad de camino -y no resuelven los problemas de fondo- para este nuevo escenario.
La primera estrategia debe ser la apropiación de un profundo conocimiento y defensa de los derechos fundamentales. Frente a un Estado vigilante y sus prácticas represivas, debemos mejorar los canales de defensa en procesos judiciales, la generación de campañas en defensa a los derechos fundamentales, el fortalecimiento de redes internacionales así como hacer un mejor uso de los instrumentos internacionales de protección de los Derechos Humanos. No obstante, es preciso socializar y concientizar el conocimiento legal y las estrategias de litigio hacia las mayoría de la población, bajar el “derecho” a través de formas como el “litigio estratégico” para que su uso pueda proyectarse desde los movimientos de base, los activistas de calle y el debate público. Ante la violencia, debemos adquirir tácticas de seguridad (analógica y digital) y disminución de riesgos para figuras públicas. La perspectiva de seguridad debe ser íntegra, incluyendo todos los aspectos de movilidad, comunicación, resguardo de información y hasta lo psicoemocional. Asimismo, debemos recuperar la iniciativa de la narrativa democrática. Tanto en el mensaje, en el cual procesos democráticos puedan volver a conectar con las mayorías, responder a sus necesidades, y no frustrarse porque no responden a las propias; como así en los medios, entender mejores los canales de comunicación y crear los incentivos para la creación de medios responsables y profesionalizados.
Sin embargo, nada será posible si no recuperamos la política, especialmente la legitimidad de los partidos políticos y las instituciones. Sin ellos, está garantizado que no habrá contención posible a la marea que avanza.