La dependencia de los países periféricos especializados en exportar bienes primarios, como fuente preferente de financiamiento de sus economías condenaría a dichos países a la pobreza. Es decir, serían pobres justamente porque son “ricos” en recursos naturales. Sus economías y sociedades terminan atrapadas en una lógica perversa conocida como “maldición de la abundancia”, que genera múltiples patologías: debilidad de mercados internos, provocada en especial por bajos ingresos, enormes desigualdades en la distribución de la riqueza y una pobreza que afecta a amplios sectores marginados; heterogeneidad estructural de un aparato productivo que combina sectores atrasados y modernos escasamente encadenados entre sí y con las actividades de exportación; falta de una adecuada integración entre las diversas regiones de cada país, consolidación de una colonialidad del poder, del ser y del saber. Pero, sobre todo, se manifiesta en elevados niveles de autoritarismo, violencia y corrupción, como limitantes estructurales para la profundización de la democracia.